Marciano Cárdaba
Nuestro viaje a la Patagonia ha coincidido con las manifestaciones en Chile, el triunfo de los peronistas en Argentina y una mayor visualización en periódicos y noticieros de la crisis social en Sudamérica. Un contexto que nos ha permitido conversar en más ocasiones y con mayor profundidad con chilenos y argentinos. En opinión de la mayoría de nuestros interlocutores, la corrupción política en Argentina es tan sistémica que no afecta a los resultados electorales. ¡Aquí tampoco! Los peronistas ganan porque son los únicos que pueden negociar con los gremios, aunque no sea para mejorar la situación social de las clases trabajadoras, sino para no empeorarla. En Chile, la subida de 30 pesos (4 céntimos de euro) en el transporte público ha sido la disculpa para salir a la calle, pero la pintada que denuncia que “no son 30 pesos, son 30 años”, en Coyhaique, donde la víspera de la huelga general del 12 de noviembre tapiaban bancos y grandes establecimientos comerciales, incluye también la gestión de los socialistas, “travestidos al servicio del capital” en palabras de Héctor, un joven de Puerto Tranquilo que nos guió por las “catedrales” de mármol del lago General Carreras, llamado Buenos Aires al otro lado de la frontera. Buena parte de sus amigos, dice, comparten su pensamiento.
Héctor sabe quien fue Allende, “el primero que se preocupó por el pueblo”, y sabe de su suicidio en el palacio de la Moneda. Nunca ha oído hablar de Carlos Altamirano o de Luis Corvalán, sin embargo. Para él, la democracia no sirve; hay que elaborar una nueva constitución desde las asambleas populares y la medida más urgente sería establecer una pensión mínima de 300.000 soles chilenos (360 euros). Lógicamente, el gobierno quiere reformar la constitución desde el parlamento, porque lo controla; la oposición quiere elecciones constituyentes, porque todo indica que las ganaría; y Héctor piensa que con “buena voluntad” las asambleas populares no tienen por qué presentar ningún problema. Días antes, en el pequeño pueblo de Puyuhuapi, recién adentrados en Chile, habíamos conversado con un pescador jubilado que cobraba 107.000 pesos e intentaba subsistir ofreciendo habitaciones para dormir a los mochileros que pasaban delante de su casa, próxima a un brazo del Pacífico que llega hasta el lugar. Fue él quien nos informó que los militares habían echado a Evo Morales por “fraude electoral”. Cuando le preguntamos si pensaba que lo había hecho, respondió con un escueto “seguramente”. Insistimos en saber si era verdad que le sostenían los pobres y los indígenas y contestó que era cierto, pero que llevaba catorce años y “los políticos nunca tienen bastante”. La idea del abuelo era que Morales tenía que haber buscado su propio sustituto, “como no lo ha hecho, se lo han hecho”.
Walter, el recepcionista del hotel en Los Antiguos (estamos de nuevo en Argentina) nos dice que lleva cinco años ahorrando en dólares para viajar por su cuenta por Europa. Dada la inflación estructural del país, si lo hace en pesos nunca lo conseguiría, pues el año pasado sobrepasó el 47%, y en noviembre de este año suma por encima del 52%. Nos esperan largos quilómetros de estepa, muchos guanacos, algún cóndor, la Cueva de las Manos y, en El Chaltén, el Fitz Roy. Aún no sabíamos que en la estancia Suyai, junto al lago Posadas, probaríamos el jamón de guanaco. En la frontera con Chile, el viento azota con fuerza el lago Pueyrredón, Cochrane para los chilenos. Por las olas que levanta, dirías encontrarte frente al mar.
“Nos sacan los ojos porque ya los abrimos” reza la pintada que veríamos días después en una valla publicitaria de Punta Arenas, mientras se ponía el sol sobre el estrecho de Magallanes. En El Calafate, a los turistas no nos lanzan pelotas de goma a los ojos, sino todo tipo de servicios para visitar los glaciares. Los ojos los abriremos con asombro ante el Perito Moreno, sin duda una de las maravillas naturales del mundo. La opción de llegar por la ruta 15, la antigua, que conducía hasta el lago Roca, para detenernos unos minutos ante la estancia Anita, a unos 30 km de El Calafate, no está en el programa, porque es una ruta de ripio y nos retrasaría. Quizá nadie del grupo ha tenido la oportunidad de leer La Patagonia rebelde, el libro de Osvaldo Bayer, y por tanto ignoren que en ese latifundio, previa selección por patronos y gerentes, los militares argentinos fusilaron a más de un centenar de trabajadores rurales el 7 de diciembre de 1921. Internet nos apunta que hay un cenotafio con algunas placas conmemorativas cerca de la entrada de la finca y que existe la opción de contratar la visita con un guía profesional en El Calafate, no para rendir homenaje a los fusilados, sino para ver sus antiguas dependencias, las barrancas y la condorera, ésta en la montaña que limita la finca por el oeste. Fuimos a ver el glaciar por la ruta 11, la asfaltada.
En la región, las estancias son más antiguas que el pueblo, que se fundó oficialmente en 1927 para asentar población. Las condiciones de trabajo en las estancias eran terribles: los esquiladores llegaban a hacer jornadas de 16 horas durante los meses de esquileo, y la jornada de los obreros no bajaba de las 12 horas durante 27 días al mes. Estas condiciones habían provocado huelgas y revueltas. También la llegada de fuerzas militares para “pacificar el territorio”. Estos últimos habían abandonado Santa Cruz en mayo de 1921, tras un acuerdo entre trabajadores y estancieros. Acuerdo que los estancieros no respetaron, por lo que la FORA convocó una nueva huelga en octubre, pidiendo un salario mensual de 100 pesos, las instrucciones del botiquín en español (venían de Gran Bretaña), un paquete de velas mensual y otras menudencias. Esta vez los huelguistas constituyeron facciones armadas que, organizadas en columnas, recorrían las estancias, reteniendo a los propietarios y a sus hombres de confianza.
Los militares volvieron, dirigidos de nuevo por el teniente coronel Varela. Desde los puertos de la costa atlántica se adentraron por la provincia, exigiendo la rendición incondicional de los huelguistas, persiguiendo, capturando y fusilando tanto a combatientes como a los que se rendían sin haber cogido las armas. José Font, dirigente de la huelga y conocido como Facon Grande, fue uno de los primeros asesinados en el norte, concretamente en Jaramillo. Finalmente, el sur del lago Argentino se convirtió en el último reducto de los huelguistas, y la estancia La Anita, de Menéndez Behety, en el lugar de la última concentración por su cercanía a la frontera chilena. Allí unos 500 ó 600 hombres decidieron rendirse y liberar a los rehenes, unos 80. Otra parte del grupo, entre los que estaba el ferrolano Hugo Soto, que también había dirigido la huelga de los “tirapiedras” en los frigoríficos de Puerto Natales (23-26 enero 1919) y desconfiaba de los militares, que habían ametrallado a los huelguistas durante la Semana Trágica de Buenos Aires (7-14 enero 1919), optaron por escapar a Chile. En la propia finca, Varela ordenó fusilar a entre 120 y 150 hombres señalados por los patronos.
Nosotros seguimos el camino del gallego y también pasamos a Chile, a subir hasta la laguna de las Torres del Paine. Aunque nos acompaña el buen tiempo, la humedad del camping se filtra hasta los huesos. Los senderos que suben a la montaña no son para viejos, pues hay que abrirse paso por la morrena para llegar a la laguna. Como se han visto pumas con frecuencia en las inmediaciones del campamento, el frontal luminoso es imprescindible para acercarse a los lavabos durante la noche. La reacción de los riñones ante la humedad provoca que haya que hacerlo al menos un par de veces a oscuras. No vimos ninguno, a pesar de pasar a 20 m de uno en la misma entrada del valle, según nos explicó el chofer del grupo, que, indeciso sobre acompañarnos en la subida o no, merodeaba detrás de nosotros aquella madrugada. Tres fotos corroboraban su avistamiento. La semana anterior, un cocinero del camping también había hecho fotos de un puma al otro lado del camino que bordea el camping. Ya en España, nuevas fotos de dos pumas en una pasarela del hotel próximo al camping confirmaban la presencia del puma en ese valle, con una alta densidad de liebres y gansos por metro cuadrado. Los testigos confirman que los humanos no les infunden ningún temor.
En Punta Arenas, tomando un café frente al estrecho de Magallanes, charlamos un rato con un jubilado que luce una barba kropotkiniana y que ya ha recogido la terraza a las nueve menos cinco de la tarde. Trabaja porque la pensión no le llega para vivir. Las protestas de los estudiantes le hacen creer que algo cambiará, aunque “los tiempos de Allende no volverán”. Está ilusionado por las posibilidades de cambio y satisfecho por el ansia de la juventud por llevarlo a cabo. Dice que la vida en el sur es muy cara: “ese café por el que ustedes pagan 2.000 pesos (2,4 euros), vale 500, o menos, en el norte, y así todo”. Al día siguiente comprobamos en un gran supermercado, donde entramos a comprar bananos, que los productos frescos eran caros y estaban bastante deteriorados.
Frente a la catedral, en un extremo del zócalo, un grupo de jóvenes enarbola por turnos una bandera del país con el lema “Chile despertó”. La plaza, aunque frondosa, sin la vitalidad que caracteriza a las plazas centrales de las ciudades sudamericanas, está rodeada de las antiguas mansiones de los terratenientes patagónicos y, en el centro, alberga un monumento a Magallanes encarado al sur, con su sirena, su libro de rutas y sus indígenas: un tehuelche a la derecha del marino, con la leyenda Patagonia, y un ona a su izquierda, con la leyenda Tierra del Fuego. Fue inaugurado en 1920 y levantado por iniciativa testamentaria del asturiano José Menéndez, el “rey de la Patagonia”, padre del propietario de la mencionada estancia La Anita y principal responsable, aunque no único, de una estrategia de exterminio de las poblaciones indígenas que ocupaban el territorio, auspiciada por los terratenientes y pagada en libras esterlinas. Una por cada par de orejas, primero, y, después, por cada cabeza de indígena entregada. La denuncia de las masacres se remonta a 1928, en una obra del español José María Borrero: La Patagonia trágica. El libro acaba de ser reeditado por una cooperativa de libreros de Buenos Aires, la ciudad con más librerías del mundo, muchas de libros usados.
El bronce del pie del ona, víctima del manoseo de los turistas, que cumplen con uno más de tantos ritos absurdos, resplandece a poco que lo ilumine algún rayo de sol. Pocos reparan en el gesto adusto de estos fieles representantes de dos pueblos milenarios, que, frente a las mansiones de sus verdugos, llevan un siglo reclamando justicia para los aborígenes del sur de la Patagonia. En el norte, en Bariloche, donde iniciamos el viaje, pasa algo similar con la estatua del general Roca, “el mataindios” responsable de la “campaña del desierto”, que en 1879 mató o despojó de la tierra a las comunidades indígenas, que acabó en manos de un puñado de familias adineradas. Tampoco está de más recordar que los mapuches habían hecho lo mismo con los tehuelches en décadas anteriores y que los combates entre patagones y araucanos seguían siendo terribles en torno al río Chubut, límite meridional de la expansión mapuche. Aunque en Ushuaia hay un pequeño museo dedicado a los yámana, en la ciudad del fin del mundo no hay mucha polémica sobre la extinción de este pueblo nómada del entorno del canal Beagle, en el que ya rara vez se divisa alguna ballena franca y por el que intentaremos llegar a la pingüinera de la isla Martillo en catamarán. Mil kilómetros más allá está la Antártida, que dejaremos para nuestros nietos. Si perdura.