Miquel Amorós
Las sociedades altamente tecnificadas, donde reinan las condiciones hipermodernas de producción y consumo –donde la economía funciona gracias al endeudamiento, se despilfarran cantidades ingentes de energía y se acumulan millones de toneladas de residuos- han entrado en una fase crítica de rendimientos decrecientes. Eso significa que han de proseguir a mayor velocidad en su lógica extractivista y consumista, sometiendo la naturaleza a las exigencias de la economía para llegar a niveles de crecimiento capaces de compensar la bajada de la tasa de ganancia. Sin embargo, la carrera de la productividad está perturbando seriamente el planeta, agravando las condiciones de supervivencia de la población. Ahora mismo, la destrucción de la naturaleza es superior a su capacidad de recuperación. La crisis ecológica –hoy publicitada como calentamiento global o cambio climático- no es más que la punta del iceberg de una crisis múltiple que abarca todas las esferas de la actividad humana y que anuncia un colapso a medio plazo, a raíz de lo cual el sistema se degradará en medio de graves perturbaciones. Dada la incompatibilidad absoluta entre una sociedad equilibrada y horizontal con otra desarrollista y jerarquizada, entre la civilización termo-industrial con un medio ambiente sano, en fin, entre el beneficio privado con la vida, el desarrollismo, aunque sea calificado de “sostenible”, no hará más que agudizar las innumerables contradicciones que siguen aflorando y profundizar las crisis. Al inflar globos crediticios, acentuar la explotación de recursos, alcanzar “picos” de todo, contaminar a diestro y siniestro y devorar toda clase de energía, nos veremos abocados inevitablemente a sufrir las consecuencias de agujeros financieros, parálisis institucionales y alteraciones ambientales peligrosas e irreversibles, acompañadas por escasez de alimentos, epidemias y descomposición social. Nos acercamos a un escenario de derrumbe sistémico que subraya la entrada en una época dura, de mucha más difícil adaptación, que comportará retrocesos hacia situaciones insoportables y crisis exacerbadas.
Un lenguaje apocalíptico y salvacionista ha surgido para conjurar con palabras lo que no puede arreglarse con hechos. Alguien dijo en alguna parte que nunca se ha hablado tanto de salvar el planeta cuando tanto se hace por destruirlo. El sistema financiero-industrial capitalista ha de seguir creciendo para escapar a sus crisis, pero el crecimiento no hace más que acentuarlas. ¿Cómo crecer sin tropezar con las malas consecuencias del crecimiento? El cambio del mix energético es la solución según los expertos intergubernamentales. ¿Cómo se podría reducir la emisión de gases de efecto invernadero, los principales responsables del calentamiento global? Los técnicos asesores de los gobiernos aconsejan disminuir progresivamente la dependencia de la energía fósil mediante el recurso a la energía renovable industrial, por cierto, íntimamente asociada a la fósil. La propuesta coincide con la de los ejecutivos de las empresas que promueven un capitalismo global “descarbonizado”. Desde la Cumbre de la Tierra (Johannesburg, 2002) han surgido lobbies transnacionales que apuestan por una Nueva Economía Climática producto de una “tercera revolución industrial”, de la que la “transición energética” no sería más que el primer peldaño. Hace tiempo ya que las finanzas se aventuran por los negocios “ecológicos” y digitales como por ejemplo, los inmuebles “inteligentes”, el alumbrado LED, los coches y patinetes eléctricos, las pilas de hidrógeno, las subastas de energía o los mercados de emisiones. Y entre tanto, se piensa en tasas, peajes y bonos “verdes”, se calculan puestos de trabajo “verdes” y se promociona un estilo de vida alterconsumista “inserto en la matriz del Internet de las cosas”, o, como se suele decir, “verde”. Se trata de un capitalismo “verde” que promete expandirse gracias a los bajos precios de las energías renovables en el futuro mediante la creación de una “red eléctrica inteligente” a escala nacional. Para un sector de la clase dirigente, el viraje hacia el capitalismo ecológico gracias a una “transición realista”, o sea, desarrollista, hacia lo que llaman “sostenibilidad” y no lo es significa una oportunidad lampedusiana para cambiar el mundo sin que nada cambie, es decir, sin modificar un ápice las estructuras políticas y económicas actuales.
Si consideramos el estado nefasto de las cosas desde su vertiente política, un número considerable de ejecutivos, consejeros y políticos proponen un Nuevo Pacto Verde entre las multinacionales, los gobiernos y “la parte social” (partidos, sindicatos y ONGs) que pase por la declaración de un estado de emergencia climática. Se trata de una amplia operación disciplinaria destinada a mantener bajo control suave a la población, preparándola para afrontar las medidas de austeridad que decretarán los gobiernos para “descarbonizar” o más bien desmantelar “el estado de bienestar” de las clases medias cuando este ya no pueda conservarse. Por ejemplo, restricciones del transporte, del suministro eléctrico y del agua, racionamiento del combustible, del azúcar, de la carne y de los productos lácteos, subida general de precios, etc.. De hecho equivaldría a la entronización de una economía de excepción con el único objetivo de renovar en condiciones extremadamente alteradas de supervivencia el complejo termo-industrial y el Estado político que asegura su dominio. No obstante, está por ver si esa clase de disposiciones remontará los obstáculos que presentarán tanto la inercia del sistema -hijo de los hidrocarburos- como los mecanismos de bloqueo propios de su complejidad estructural, más allá de la construcción en sus márgenes de economías alternativas de tipo cooperativo tutelado destinadas a “reducir el coste humano del colapso”, o más bien, a neutralizar el potencial explosivo de la exclusión social.
La orquestación mediática y política de las protestas adolescentes contra el cambio climático apenas disimula los albores de un periodo tardío del capitalismo caracterizado tanto por el carácter eminentemente destructivo de sus fuerzas productivas, como por su dificultad en crecer lo suficiente para pagar deudas, pensiones y salarios, crear empleos, mantener una enorme burocracia y fomentar la “electrificación” total del transporte, la agricultura y la industria. Los dirigentes –particularmente los políticos- aplauden las demandas que los jóvenes manifestantes les dirigen de forma pacífica y festiva, que no cuestionan nada ni a nadie, como si el conflicto social no existiera. Así pues, no faltará quien trate de aprovechar la coyuntura, propicia al alarmismo, para montar una intermediación “verde” y llevar a cabo una “política de mayorías” con argumentos catastrofistas. Es más una maniobra de legitimación del capitalismo “verde” que cualquier otra cosa. Para esa especie oportunista, el Estado sería el instrumento ideal de la transición que impulsan las mismísimas multinacionales del petróleo y del gas. Aprovechar la nueva corriente transicionista del capitalismo global -manifiesta en el New Green Deal, en los Acuerdos de París o en los trabajos del GIEC- para convertirse en su adalid parlamentario, sería como “marcar un gol en campo contrario”. ¿Contrario a qué y a quién? Nos preguntamos. Como era de esperar, la “nueva” izquierda que se asoma tras esos cálculos electoralistas, el discurso decrecentista y los desfiles contra la extinción, se confunde con la vieja “izquierda” en su incoherencia respecto a la naturaleza del capitalismo y a la verdadera función del Estado. A pesar de los pesares, esta última resulta bastante transparente en lo que respecta al crecimiento a toda costa, al despilfarro, a la tecnología “inteligente” y al agotamiento de los recursos. Como muestra, el botón de sus políticas de “desarrollo”, sus planes de remodelación de las metrópolis y sus proyectos de ordenación del territorio. Cuando la economía encuentra a la política, el Estado se funde con el Capital. Se puede decir, al menos desde que la burguesía tomó el poder, que los Estados fueron concebidos para ello y que esa es su verdadera tarea, por más que para los autoproclamados “demócratas ecosocialistas” consista mejor en encubrir la operación de maquillaje verde por decreto.
No existe una verdadera reacción popular, pero se la teme, ya que los antagonismos entre dirigentes y dirigidos no se han ido, y se procura que ninguna nimiedad –una burbuja inmobiliaria, una subida de precios, un problema de abastecimiento, una catástrofe natural, la retirada de un subsidio, etc.- la desencadene. El sistema termo-industrial está globalizado, así que la avería de una zona concreta puede repercutir en todo el conjunto. Esa es la fragilidad de su enorme poderío. La decisión ha de seguir residiendo en la cúspide jerárquica, por lo que se procurará impedir la aparición de espacios autónomos donde pueda darse una discusión libre y crearse un movimiento auto-organizado consciente de la incompatibilidad entre el Estado y la protección del entorno; un movimiento al tanto de la oposición irresoluble entre el desarrollo capitalista y la auténtica sostenibilidad, consciente además de la contradicción entre las economías “circulares” dentro del mercado y la ocupación de zonas resistentes fuera de la economía, diestras en la autodefensa, en las que se puedan esbozar modelos sociales de cooperación igualitarios, solidarios y no industriales. En fin, desde donde nazcan prácticas a través de las cuales recobren los individuos la decisión sobre todo lo concerniente a su existencia, a su modo de vida y al tipo de sociedad que deseen. “No hay tiempo para eso”, dicen los ecociudadanistas. Sí que lo hay, parece, para fomentar una protesta cautiva, inofensiva y apresurada basada en la movilización espectacular, en la cooptación remunerada de personalidades independientes y en el aislamiento de los radicales o “puristas”. La finalidad última de tanto discurso supervivencial, tanto politiqueo chungo y tanta maniobra publicitaria no es otra que ejercer de puntal extra del Estado: El Estado es el asidero de los partidos que intentan ser la expresión política de las clases medias acobardadas por las crisis bajo el capitalismo tardío.
La escasez de respuestas populares a las crisis, o lo que es lo mismo, la inexistencia de un sujeto social, histórico, -de una clase realmente antagónica- es explicable por el sencillo hecho de que la mayoría de la población es rehén de la economía, depende completamente de ella y por lo tanto, es prisionera de sus imperativos. No puede pensar en otra cosa que no sea su quehacer diario. En Europa, no quedan grupos tradicionales al margen como por ejemplo, en América, capaces de constituir una alternativa radical al sistema. Por otro lado, en la sociedad de consumo europea la clase mayoritaria no es el proletariado de la industria, muy reducido, ni el precariado, sin apenas medios de defensa, sino la clase media asalariada ligada al sector terciario, no productivo (un 60% en el estado español). Dicha clase es la columna vertebral del consumismo y la base social del parlamentarismo y de la partitocracia. No se considera antisistema ni enemiga del Estado, por más que las crisis hayan reducido sus efectivos y que la tercera parte de ellos admita encontrarse en una posición difícil. A pesar de la desvalorización de sus titulaciones, de la presión de las hipotecas y de la supresión de los puestos de trabajo que les correspondían, conserva su mentalidad burguesa y sus aspiraciones de ascenso, que ha sabido transmitir a las generaciones herederas. Su confianza en los gobiernos no se ha esfumado aunque haya disminuido, con lo que la clase política no ha perdido demasiada legitimidad, y por consiguiente, la crisis política se ha estancado. En fin, dado que, de momento, tanto el colapso financiero como las crisis energética y estatal han podido evitarse, las dimensiones sanitaria, demográfica, cultural y social de la crisis no se han desplegado en toda su magnitud. Los servicios públicos y los transportes regulares funcionan peor, pero están ahí; no hay verdadera crisis institucional. La solidaridad popular no ha desaparecido a pesar del incremento de las conductas antisociales, particularmente de la violencia de género, del narcisismo y del miedo. La delincuencia, las mafias, las bandas y, en general, el lumpen, son un fenómeno periférico, preocupante, pero limitado. En la mayoría de países, los guetos a los que la policía no tiene acceso fácil son pocos. Por consiguiente, podemos hablar de crisis moral, de pérdida de valores, de síntomas anómicos, de irracionalidad, pero la crisis social todavía no ha llegado al colapso. Se está en ello. De todas formas, la crisis ecológica condiciona la política y sacude la economía, poniendo en serio peligro los fundamentos de la civilización industrial. Para prevenirse los dirigentes cuentan con la alta tecnología, y el ecociudadanismo, con el Estado.
Sería un error pensar en un derrumbe próximo, puesto que se trata de un proceso de descomposición no lineal, que puede tomar distintos derroteros en función de los escenarios que vaya encontrando y de las etapas que vaya superando. No olvidemos lo que antes del reinado de la filosofía “de la diferencia” se llamaba “condiciones históricas específicas”: poderes fácticos, clases ilustradas, tradiciones de lucha, peso de la casta política, conciencia social, derechos adquiridos, organizaciones, etc. Esa clase de condiciones puede acelerar el proceso o frenarlo. En general, un colapso ocurre cuando la satisfacción de las necesidades básicas deja de ser posible para la mayoría y el Estado se muestra impotente ante los disturbios que ello comporta. No es ese el caso para la mayoría de Estados. La inversión no desfallece y el precio de la energía aún no es demasiado alto, por lo que la economía aún puede tratar de crecer conteniendo la exclusión y pisando sendas “verdes”. Los motores de la civilización termo-industrial -el petróleo y el crédito- siguen incólumes. Mientras los programas de protección medioambiental creen empleos, los cree el turismo ecológico o cualquier otra actividad capaz de industrializarse, el derrumbe de la clase media puede retrasarse, con lo cual la crisis ecológica no despertará en las masas una cólera demasiado enérgica, y, por consiguiente, no surgirán en número suficiente formas colectivas de convivencia radicalmente transformadoras. Las protestas serán incapaces de cuestionar al Estado, apartarse de las reglas del mercado y forzar una salida de la economía, con lo cual no se podrá revertir la exclusión, ni la periurbanización desbocada, ni el calentamiento global, ni la destrucción de los ecosistemas.
Lo que queda más claro, es que el crecimiento económico nunca podrá prescindir de la energía fósil, y por lo tanto, nunca dejará de envenenar el planeta. La vuelta al equilibrio con la naturaleza -la sostenibilidad- si todavía es posible, empieza con el fin inmediato de la producción y el consumo de energía fósil y nuclear en paralelo con el desmantelamiento de la industria, es decir el hundimiento de la economía de mercado y de la civilización termo-industrial. En definitiva, supone la subversión completa del orden mundial y el fin del capitalismo en todas sus modalidades. No hay fuerza social capaz de conducir a un final de tal naturaleza, pero en cambio, la implosión del propio sistema es bastante probable. El colapso generalizado permitirá la puesta en marcha sin trabas de pequeñas zonas autónomas -ya desconectadas de una economía mundial en ruina- que satisfagan las necesidades elementales de su vecindario. Experiencias de ese tipo son la parte más prometedora de los escasos combates actuales. Sin la conformación de un sujeto colectivo nacido de las luchas anticapitalistas, en lugar de una transición hacia un sistema comunal, autogestionado, ecológico y descentralizado, tendremos la barbarie estatal, la barbarie mafiosa o ambas. Además, ninguna transformación de esas características podrá emprenderse desde el Estado, el último refugio de todas las clases desahuciadas.
Charla en la Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, el 17 de octubre de 2019 sobre el tema “Colapso y alternativas: Anticapitalismo y autogestión”.