Elogio de la autonomía

Icònica imatge dels carrers de París durant els fets de maig de 1968.

Crítica a la obediencia, a la subordinación. La misma idea, formulada desde ópticas distintas. En realidad, poco importa para el desarrollo fundamental de lo que sigue a continuación. Nuevamente, renovando la vigencia de aquel viejo aforismo marxiano (o sea, del propio Marx, no de sus incontables acólitos), la historia insiste en repetirse, primero como tragedia y, más tarde como farsa. En el caso concreto de los acontecimientos recientes, en Catalunya, más bien nos encontramos ante una farsa con notables tintes tragicómicos. Hay quien diría que dramáticos.

Hoy, efectivamente, debemos elogiar, ensalzar, pese a la virulencia de quien nos equipara a los más variopintos elementos del circo parlamentario, el esfuerzo autónomo; dicho de otro modo, el conjunto de apuestas emancipadoras centradas en la autogestión, la no jerarquización, la democracia directa y la crítica a la delegación política, al espectáculo. En estos días, el revisionismo nacionalista ataviado con ropajes libertarios se esfuerza en proferir descalificaciones hacia las posiciones críticas con el repliegue identitario de buena parte del antagonismo político. En realidad, que te llamen sesentayochista es un halago. La autonomía política y sindical resultó, sin duda, moneda de uso común entre el antagonismo durante los años 70, en el contexto de la transición inmodélica, la transacción de las élites. Aquel conjunto de prácticas organizativas y de acción no subordinadas, descansan hoy en una especie de desván oscuro y apolillado llamado memoria histórica. De hecho, nos enfrentamos a la desmemoria generalizada, el olvido instituido, no tanto por parte de aquellos que resultaron directamente beneficiados por el reparto, y sus herederos naturales (incluidas mutaciones de siglas varias y experimentos indignados de diverso pelaje), sino que la amnesia colectiva, como propuesta política transformadora, viene de la mano, lo que resulta verdaderamente grave, de aquellos quienes dicen compartir objetivos (¡y método!) con el antagonismo político de raíz no autoritaria. Con ese nosotros, siempre incompleto. Aquí, justo ahora, surge un interrogante: ¿hasta qué punto es posible estirar, moldear o desfigurar el rechazo al autoritarismo, a la preeminencia del capital, del beneficio y la lógica de la separación, entre otras cosas, para hacerlos compatibles con la vindicación de un monstruo burocrático nuevo, de un nuevo Estado?

‘No se trata de algo deseable, pero sin duda se revela como necesario, como un mal menor. Se trata de una elección entre legitimar lo existente o sumarse a la única apuesta capaz de superar el actual statu quo’. Afirmaciones de este tipo, han sido vertidas, de forma entusiasta e insistente, a través de voces significadas del oportunismo de variable inspiración postmoderna, la forma actual de la izquierda autoritaria, librada –por fin, y en buena medida- de las estrecheces organizativas correspondientes a sus viejas organizaciones partidistas, dotadas ahora de novedosos dispositivos de disciplina virtual, lubricados por la colonización tecnológica. Incluso, y pese que el entusiasmo republicano dibuja una clara tendencia a la baja, significadas organizaciones e individualidades cercanas, sensiblemente vinculadas, con espacios y luchas no institucionalizadas, en ocasiones auto-identificadas con el imaginario libertario, se han sumado, durante los dos últimos años a la defensa de categorías propias del liberalismo político y el democratismo. Así como del Estado de Bienestar. Retroceso histórico al siglo XIX. Luego, salto al vacío de la Guerra Fría y el falso bienestar del Estado protector, impulsado por el industrialismo salvaje, depredador de todo lo vivo. ¿Cómo entender, pues, en este contexto, la autonomía? ¿Que nos querían decir, exactamente, cuando reclamaban ‘independencia para cambiarlo todo’? ¿Cuándo se nos llamaba a abrir la ventana de oportunidad como paso previo para el asalto a los cielos? ¿Dónde está ese cielo?

Demasiadas preguntas sin responder, demasiados interrogantes en el aire. Silencios elocuentes. Durante los últimos siete u ocho años, la retórica, la demagogia y la separación propias de la política parlamentaria, impregnaron esferas que hasta entonces le habían sido ajenas. Instancias, también, relativas a la subjetividad, relacionadas con nuestro papel como individuos cuya capacidad de emancipación se ha visto reducida a una existencia sublimada en el consumo ininterrumpido de servicios altamente demandantes de recursos naturales y, por lo tanto, imbuidos de un (psicológicamente) insoportable impacto ecológico.

En mi opinión, autonomía significa, en primera instancia, y como sugería más arriba, rechazo, aversión. Autonomía quiere decir crítica radical como condición necesaria para la consecución de prácticas cotidianas no jerarquizadas ni susceptibles de serlo. No autoritarias ni susceptibles de generar relaciones de autoritarismo, sumisión, dominación y, en definitiva, poder sobre los demás. Y esto último no es menor. Quizá sea lo más importante, de forma especial si nos fijamos en el papel de la izquierda independentista, concretamente la expresión parlamentaria de la CUP, a lo largo del proceso de autodeterminación catalán, auto-frustrado por sus propios impulsores en otoño de 2017. Nunca hubo una reflexión en profundidad sobre el hecho de que el concepto ‘independencia’, la idea comúnmente aceptada, compartida de forma mayoritaria (pues coincidía exactamente con lo promulgado por Òmnium, ANC, JxC i ERC), implicaba la asunción automática de relaciones subordinadas, heterónomas y de obediencia, como punto de partida. Entiendo perfectamente la asunción entusiasta, incluso la defensa encarnizada, de las estructuras estatales, por parte de las capas acomodadas de la población (o aspirantes a alcanzar los estándares materiales de las élites económicas). Sin embargo, reconozco no poca perplejidad al comprobar como ciertas esferas supuestamente contestatarias renunciaron, y aun renuncian, a plantear un cuestionamiento profundo, una enmienda definitiva; y, por tanto, aceptan los marcos impuestos por quienes tienen interés en mantener intactas las actuales relaciones de explotación y dominación, propias de un capitalismo desatado que alcanza -desgraciadamente- la totalidad de la superficie planetaria. Pudieron mostrar hastío, e incluso repulsa, ante la candidatura de Torra y Aragonés, pero, sin embargo, facilitaron la investidura y, con ello, la posterior conformación del actual gobierno ultra-liberal. Ni siquiera se han mostrado capaces de observar las directrices clásicas de la socialdemocracia que, en realidad, aunque se resiste a admitir la evidencia, nunca volverá a los años 60. Actuaron, sin más, como meros engranajes de una maquinaria perfectamente engrasada.

Aviso a un lector eventual. Si has llegado hasta aquí en busca de una propuesta política convencional, algo susceptible de engrosar un programa electoral, quizá deberías abandonar la lectura o dirigirte al primer al primer párrafo y volver a empezar.

En segundo lugar, el antagonismo político, autónomo, no subordinado a instancias ajenas, que no le son propias, requiere, necesariamente, significar la importancia del largo plazo, una mirada ambiciosa, centrada en transformaciones profundas, por encima de la inmediatez. Para ser exactos, me refiero a modificaciones radicales en las condiciones de vida de la población vulnerable, desprotegida ante los envites de la lógica de la competencia, el beneficio, la primacía del dinero y del trabajo abstracto. Hablo de la no subordinación a los criterios de racionalidad económica clásica -productividad, competitividad, eficiencia, crecimiento infinito, extracción masiva de recursos-, ni a los axiomas propios de la dictadura de la técnica: actualización constante, híper-conectividad, flexibilidad absoluta, prevalencia de lo efímero, rápida caducidad del conocimiento, vigilancia interior, control de los cuerpos y del pensamiento, etc. Paradójicamente, el ‘anticapitalismo institucional’, así como el conjunto de la izquierda considerada ‘alternativa’, abraza con entusiasmo la colonización tecnológica, enarbola el capitalismo verde, el mantra de la sostenibilidad, y -de forma coherente- fija su atención en la responsabilidad corporativa de las multinacionales. Como es evidente, no tienen interés en observar que, quizá, deberíamos empezar poniendo atención a nuestra cotidianidad. En el peor de los casos, confían en que el Estado -librado de la dictadura de los mercados- proveerá de los mismos servicios, recursos y mercancías generando un impacto ecológico significativamente menor, moralmente aceptable. Se trata de la ilusión burocrática, renovada y reformulada por los que añoran el retorno del socialismo real.

Acabo. La crítica es irrecuperable, en absoluto susceptible de ser incorporada en una papeleta. La crítica es condición necesaria, aunque no suficiente, es cierto, para pensar en términos de autonomía política, de antagonismo, de emancipación. La crítica es una amenaza constante a la dominación y el autoritarismo, sea cual sea la forma en que se manifiesten. La crítica no es una queja, muy al contrario. La queja reconoce a quien ostenta el control legítimo de nuestras vidas y reclama una actuación por su parte para que subsane este o aquel defecto. La crítica es práctica política radical que no pide paso, tampoco solicita permiso para equivocarse, ni para rectificar. Esto es lo que nos viene a la cabeza cuando decidimos complicarnos la existencia, renunciando a las comodidades materiales que nos ofrecen las instituciones, y decidimos pensar la autonomía. Aceptamos que no sea de vuestro agrado. Os invitamos a utilizar la salida de emergencia y ponerla en práctica.

*Isaac Arriaza forma part de la redacció d’Antagonistas.org