A propósito del libro Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg, 2016)
Marciano Cárdaba
El virus propicia la lectura. La pausada, más provechosa. En ocasiones también la sonrisa, ante un libro de historia concebido como propaganda hacia el pasado, frecuente en la historiografía nacionalista. No es el caso de esta novela de Antonio Soler, que no confunde la conferencia de Seguí en el Ateneo de Madrid (1 octubre 1919) con la de la Casa del Pueblo (4 octubre) y, menos aún, el pensamiento del Noi del Sucre con la reconstrucción del mismo hecha por Pere Foix, tras el salto a ERC de este último en los años treinta. El género ahorra notas a pie de pagina y permite algunas licencias en los personajes. Seguí es el protagonista del relato en la Barcelona convulsa del primer cuarto del siglo XX. Por sus calles, ocupadas por el ejército y los paramilitares del somatén, desfilan los anarcosindicalistas, coordinando la luchas obreras. También los asesinos, contratados por la patronal con la connivencia de jefes militares, mandos policiales y dirigentes de la Lliga. En lógico contrapeso, no faltaron los justicieros de gatillo fácil.
La huelga de La Canadiense culmina la presentación de Seguí y otros personajes secundarios: Pestaña, Layret, Companys, Milans del Bosch, Martínez Anido, Arlegui, Bravo Portillo… Esta huelga mítica, cuya cuestión de fondo era forzar a la patronal al reconocimiento definitivo de la CNT como interlocutora del mundo del trabajo en Cataluña, se saldó con una completa victoria de los trabajadores, que fue vivida por la patronal como una humillación. No estaban acostumbrados a ceder ante los desarrapados y planificaron una venganza despiadada, que combinaría el cierre patronal, para enfrentar a los obreros entre sí, con los asesinatos selectivos, para amedrentarlos. La CNT tomó las armas en abril de 1919 y la ola de violencia volvió a enfrentar a Seguí con Layret, como en la primavera de 1917, porque el político se negaba a condenar la violencia de los sindicalistas por considerarlos su base electoral. El Noi tenía claro que la opinión publica acabaría equiparando la violencia de los justicieros con la de la patronal, en detrimento de la CNT.
Los reiterados cierres patronales desde el 3 de noviembre de 1919 hasta el 26 de enero de 1920, tuvieron todo el aspecto de ser medidas de presión para derribar al gobierno español. Acusándolo de falta de autoridad, pretendían una escalada represiva o, como mal menor, evitar su injerencia en los métodos de la patronal pactados con el capitán general, que sin exagerar, precedían a las practicas mussolinianas. A finales de año el locaut había llevado a unas 300.000 familias a la indigencia y las colas del pan llenaban las calles de Barcelona. El gobierno liberal declaró ilegal el cierre patronal, se negó a la clausura definitiva de la CNT y obligó a dimitir a Milans. Martínez Anido y otros amenazaron con un golpe de Estado, pero el gobierno nombró a Weyler capitán general de Cataluña. Consultado, el rey dudaba y no accedió al golpe de los militares apoyado por una parte de la patronal catalana. Como es conocido, en septiembre de 1923 disiparía sus dudas. Cambó, que junto a otros 8.000 somatenes más ya había salido a las calles de Barcelona, el 26 de marzo de 1919, con el fusil al hombro, dejó hacer.
Descartado el golpe, consiguieron instalar a Martínez Anido en el gobierno civil el 8 de noviembre de 1920 e iniciaron el plan B: deportación a Mahón el día 30 de los más destacados defensores del sindicalismo no violento, que incluyó a Seguí, y ley de fugas contra los cargos significativos del sindicato, aplicada por policías al mando de Arlegui. El descaro de los asesinatos impuso un cambio táctico: excarcelar a los sindicalistas dejándolos a tiro de un grupo del somatén o de los pistoleros del Libre. La represión subió un peldaño más en 1921: empezaron a disparar contra los abogados de la CNT, al tiempo que unos 40.000 somatenes, tras la entrega de banderas, desfilaban el 24 de abril en el Paseo de Gracia ante la presidencia de Martínez Anido, con todas las fuerzas vivas de la ciudad rindiéndole pleitesía. En agosto, Cambó se sentaba en el gobierno de Maura, y en octubre Martínez Anido preparó su propio autoatentado para ilegalizar la CNT. El presidente del gobierno, Sánchez Guerra, le destituyó y la patronal catalana le despidió con una fiesta en el Ritz y solicitó su nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad.
Si la huelga de La Canadiense había llevado a centenares de miles de trabajadores a los locales de la CNT, el exceso de pistolas los ahuyentó. La estrategia pacífica de Seguí fue criticada, e incluso calificada de traidora por sus rivales, que la veían en el pórtico de la política. El Noi sería amenazado de muerte por sus propios compañeros. Rota la unidad de acción, el concepto de alternativa social que había encarnado la CNT saltó por los aires y desapareció del imaginario popular. Una derrota más.
Seguí fue asesinado por Inocencio Feced el 10 de marzo de 1923, a las 7 de la tarde, tras la decisión tomada “por un pequeño grupo de la patronal catalana” de encargar el crimen a Pedro Mártir Homs. Metalúrgico el asesino y abogado el organizador, ambos habían sido cenetistas de gatillo fácil hasta venderse al mejor postor. La singularidad del Noi, unida a su capacidad negociadora y a su estrategia a largo plazo entrañaban la esencia de la lucha social organizada racionalmente. Es más, hasta podía hacer de puente con el Libre no violento, que despuntaba, y con los políticos de izquierda, que imploraban los votos de los anarcosindicalistas para acabar con la hegemonía de la Lliga.
Seis meses después, con la financiación (de las deudas de juego del dictador) y el entusiasmo de la Lliga, plasmado en una nota de prensa en La Vanguardia por el propio presidente de la Mancomunitat, Puig y Cadafalch, llegaban los militares. La dictadura de Primo de Rivera les limpiaría sus fábricas de “basura revolucionaria”. Martínez Anido y Arlegui ya les habían lavado las calles con sangre. La limpieza continúa hasta hoy. En la tele y en los libros de historia.