Miguel Amorós
El anti-industrialismo no es una nueva ideología nacida en un círculo intelectual, una cátedra universitaria o una fundación altruista durante el periodo histórico de fusión del Capital con el Estado. No proclama principios particulares inventados por algún pensador iluminado, ni ofrece fórmulas infalibles con las que solucionar todos los males sociales. Y sobre todo, no apela a los parlamentos o a la «ciudadanía» que los sostienen. Es un análisis crítico surgido durante el retroceso del movimiento obrero que parte del carácter industrial de todas las actividades económicas y sociales. Si las condiciones materiales de existencia determinan la realidad, estas son ahora las propias de la industria. El mundo globalizado se asemeja a una gigantesca fábrica, aunque de fábricas propiamente dichas haya cada vez menos. La tecnología ha multiplicado la productividad a la vez que reducido considerablemente el peso del proletariado industrial, pero la proletarización se ha extendido como el aceite sobre el agua: la condición proletaria caracteriza no solo la vida de casi toda la humanidad, sino la de todo el planeta. El capital convierte en mercancía no solamente la fuerza de trabajo, sino el territorio y su vecindario. En consecuencia, las contradicciones mayores se producen en el ámbito de la vida cotidiana y del medio ambiente. Lógicamente, la conflictividad se desplaza de la esfera de la producción a la del consumo y, desde allí, los colectivos toman conciencia de los profundos antagonismos que enfrentan al régimen capitalista con la naturaleza y la población sometida a condiciones de supervivencia cada vez más infames. En cada acto aparentemente trivial como pueda ser alimentarse, habitar, viajar, vestir, respirar, cuidarse, votar, trabajar, leer, comunicarse, divertirse, etc., se manifiesta el dominio del capital y, por lo tanto, en cada acto hay que tomar partido. Cierto que la identidad obrera de antaño desapareció, pero la conciencia de clase reaparece y se reafirma en las revueltas de la vida cotidiana.
La lucha de clases desborda el estrecho marco de las reivindicaciones laborales para abarcar la defensa del territorio y el conjunto de la actividad diaria. Al capitalismo se le replica en su terreno, o sea, en todo los terrenos. El capitalismo destroza el medio ambiente, explota y esquilma el territorio, poluciona el aire, contamina las aguas y los suelos, concentra la población en cubículos dentro de complejos urbanos, aniquila la agricultura tradicional, obliga a una movilización constante, abandona a los ancianos, embrutece y enferma a la población, desarrolla mecanismos de control totalitario, provoca guerras, se camufla con la ecología… Así pues, los frentes de combate son múltiples, pero la lucha solo es una. La mundialización capitalista se asienta en unas relaciones sociales complejas, pero precisamente esa complejidad hace que sus fundamentos sean cada vez más frágiles y que los desastres se vuelvan cada vez más frecuentes. La base social del capitalismo, constituida por las nuevas clases medias de funcionarios, empleados y obreros integrados, se erosiona y se estrecha. La ideología ciudadanista que les es propia se resquebraja. Las contradicciones son imposibles de disimular, por lo que los estallidos sociales son ya inevitables. Cuando el material inflamable se acumula hasta proporciones incontrolables, una chispa salida de cualquier parte puede causar un grave incendio. En esas estamos, en la fase final de la globalización que bien podríamos calificar de capitalismo catastrofista.
La anomia y la catástrofe son hoy la carácterísticas principales de la producción industrial, y, de acuerdo con la naturaleza intrínseca del capital, son un nuevo factor de crecimiento y una nueva fuente de beneficios. Sin embargo, las desigualdades sociales se disparan y el ciudadanismo se desacredita, por lo que el desastre y la descomposición se convierten también en estímulos insurreccionales. Un hecho fortuito como por ejemplo, un caso de brutalidad policial, la subida del precio de la gasolina, el encarecimiento del transporte público, la privatización de un servicio sanitario, una prospección minera, un plan hidrológico, una ley liberticida, etc., pueden derivar en movilizaciones espontáneas y amotinamientos incontrolables. Cualquier paso en falso de los gobiernos puede acarrear una crisis, sea urbana, ecológica, racial o sanitaria, y cualquier crisis puede situarse en el eje de la cuestión social. Todavía está lejos de formarse una fuerza social suficientemente liberada de la incapacidad de comprender su miseria, y por consiguiente, lo bastante subversiva como para aventurarse en un proceso de transformación social radical, pero todo se andará. Simplemente tendrá que producirse un vacío de poder. Si de algo estamos seguros, es que la capacidad de seducción del capitalismo, esa especie de sumisión voluntaria general de la que ha podido servirse hasta hoy, se diluye con la catástrofe. El capitalismo suprimió la libertad real a cambio de diversión a espuertas y una relativa seguridad. Las crisis, en la medida en que neutralicen las fuerzas del orden, nos están indicando que la diversión está en las asambleas de desobedientes, y la seguridad está en la disolución de toda clase de policía y la abolición de la vigilancia digital. No estamos hablando de otra cosa más que de la autogestión de la vida cotidiana.
Algo nos pueden enseñar por ejemplo, la indignación de los sanitarios reunidos a la puerta de los hospitales españoles, o los debates de los chalecos amarillos franceses concentrados en las rotondas, o los manifestantes de Chile, o las juntas de buen gobierno de Chiapas, o las algaradas en una docena de países. Los movimientos de protesta, al desconfiar de las vías institucionales, y por lo tanto, del diálogo con el Estado, se ven abocados a crear espacios autónomos de discusión y toma de decisiones, y a defenderlos. Las asambleas, concentraciones, consejos, coordinadoras, comités, piquetes, etc., son organismos creados para deliberar de manera independiente sobre sus problemas, informar verídicamente de ellos y llevar a cabo los puntos acordados. En un sentido griego, serían espacios y mecanismos no virtuales de libertad, puesto que la libertad no es otra cosa que el derecho de las masas a participar directamente en la gestión y resolución de los asuntos que les competen o afectan. A poco que la alegría de estar juntos desembocara en pasión por la libertad y que dicha pasión se extendiera -y con ella la conciencia de la propia fuerza-, aquellos espacios se consolidarían, forjándose dentro de ellos un nuevo sentimiento de clase. Estaríamos entonces en una situación de doble poder. Hoy por hoy, no lo estamos, pero esto es solo el principio. Parecerá que la pandemia de covid-19 haya abortado el proceso de rebelión, a tenor de la oleada de servidumbre voluntaria y el clima de sumisión asfixiante que se puede observar en toda la Europa mesocrática, sobre todo en España donde el potencial radical anda bajo mínimos. El miedo reprime la vida y apacigua la cólera, pero tiene escaso recorrido. La catástrofe continúa y también la revuelta. Lo mejor está por llegar.
11 de junio de 2020.