Contra el posibilismo

Omar Estrany*

El posibilismo es una fábrica de cuadros, de dirigentes. De ninguna manera persigo la exhaustividad, no se lleven a confusión. En el aspecto psicológico, en lo que se refiere a su relación con los demás, el posibilista es un coach, es el delegado de clase, un delator en potencia. Su profunda inseguridad, necesidad neurótica por ser constantemente el centro de atención, nunca soltará el megáfono por propia voluntad, es su mayor debilidad.  Sin embargo, no hay duda de que en un contexto de neurosis generalizada, su propensión al protagonismo le lleva a destacar por encima de los demás. El posibilista también es el abusón y el listillo, aquél -tan fantasma como fantástico- que vislumbraba opciones inverosímiles e irrealizables, ridiculizando a aquellos que dudaban de su mesiánica y oportuna clarividencia, solo para que no disminuyese el nivel de atención que su persona anhelaba continuamente.

El posibilista asiente, incluso escucha con relativa atención y da por válida alguna opinión que no sea la suya, pero en la práctica a duras penas cede ante nada que substancialmente se oponga a su particular línea de acción. En síntesis. El posibilista es, pues, un autoritario con frecuencia disfrazado de progre, ruralista, izquierdista metropolitano estándar o directamente libertario si el momento así lo precisa. Como buen oportunista, no dejará pasar la ocasión de recitar -con la eficiencia de un robot, de un autómata- las mil y una referencias teóricas, desnaturalizando con sorna cualquier tipo de contribución crítica que originalmente pretendiera servir a la radicalidad práctica. Una radicalidad, dicho sea de paso, que el posibilista se empeñará con esmero para mantener lo más alejada posible de su área de influencia.

El posibilismo no es una escuela de pensamiento, tampoco una corriente política o una tendencia movimentista. El posibilismo no existe siquiera como ideología, aunque sin duda forma parte indisociable de algunas de ellas, las más notables surgidas al calor de las interpretaciones autoritarias del legado socialista decimonónico, durante el primer tercio del siglo XX, junto con otros elementos clave de las mismas como el entrismo, el dirigismo o la tendencia plataformista (también llamada frentepopulista). Debido a lo anterior, y en parte, como comentaba más arriba, la actitud posibilista forma parte de la estructura de carácter de quien lo ejecuta y, por tanto, tiene que ver directamente con la vigente realidad social, en la que se inscribe y de la que a su vez es resultado necesario. Entonces, en el posibilismo, el factor subjetivo es tan o más relevante que el aspecto objetivo, de contexto o ambiental.

El posibilismo está sobrerrepresentado en la actualidad en el seno de los ambientes pretendidamente alternativos -sería legítimo preguntarse si alguna vez no fue así-, como desviación psicológica y sociopolítica necesaria de fenómenos como el 15-M y su cristalización espectacular indignada, como partido, en 2014, o el proceso nacionalista ocurrido en Catalunya entre los años 2012 y 2017.

Asimismo, la aceptación acrítica de la colonización tecnológica actual, la confianza ciega en el progreso, es un rasgo significativo del carácter posibilista y las actitudes oportunistas que lo acompañan. Tienen un verdadero problema disociativo quienes abanderan la lucha contra el desarrollo -hasta ahora imparable- del capital, el espectáculo y la mercancía, pero ceden automáticamente ante el imperio de las mediaciones tecnológicas y las incorporan sin rechistar -en Instagram, X o donde sea del limbo digital- asumiendo la ideología dominante, como quien traga papilla, al considerarlas herramientas neutras susceptibles de ser ‘utilizadas’ en cualquier dirección. Debido a lo anterior, y para que sirva de concreción, el posibilista dedicará ingentes horas al despliegue tecnológico en redes, antes de plantear la discusión de un texto, que conlleve cierta dificultad comprensiva, como paso previo necesario para enfrentar cualquier clase de esfuerzo que pretenda oponer resistencia colectiva al statu quo. El suyo es un desborde típicamente movimentista, difuso y, con ello, inserto perfectamente en la lógica del espectáculo. El posibilista primero se centra en la forma, en el envoltorio, o sea, en las apariencias, y solo más tarde, es decir, nunca en realidad, abordará el fondo de la cuestión, las preguntas fundamentales: cuál es el objetivo último de la organización. El posibilista es un activista de manual, un profesional de la queja y la reclamación y, por tanto, piensa que solo la inercia y el ruido de lemas y consignas constituyen acción, aunque éstos carezcan de substancia, de orientación, de sentido, repudiando con frecuencia la crítica por considerarla una actividad meramente intelectual o especulativa -y ésta es solo una de sus múltiples confusiones-, situándola al nivel de la filosofía académica o la ciencia social hegemónica. Sin embargo, en pura contradicción, el posibilista respeta y admira la academia, de hecho, la anhela, hasta el punto de no poder evitar rendir pleitesía a la exigencia tecnocrática del mercado, obteniendo un título de maestría tras otro y, claro, algún doctorado, sin el cual hoy resulta impensable emitir un juicio que pretenda ser tenido en cuenta por la opinión pública, verdadero campo de batalla del posibilismo. Por tanto, el posibilista se rodeará constantemente de otros tecnócratas y pseudo especialistas que, como él, se jactan de haber vivido muy pocos inviernos. En definitiva, el posibilista repudia la crítica porque no le satisface políticamente y, contra ella, utilizará todo lo que se encuentre a su alcance para desacreditarla e invisibilizarla.

“COMO BUEN PRODUCTO ACABADO DEL SISTEMA EDUCATIVO ACTUAL, EL POSIBILISTA OPONE SIN RUBOR CIENCIA A CRÍTICA, CREYENDO QUE PUEDE UTILIZAR LA PRIMERA PARA ANULAR LA SEGUNDA.”

El posibilista profesa el optimismo desmedido, siempre percibe el vaso medio lleno, a duras penas da cuenta de las limitaciones objetivas -por ejemplo, la correlación de fuerzas- cuando llega el momento de emprender lo que él considera la ‘estrategia definitiva’. De hecho, su última apuesta siempre es la decisiva y la más conveniente, aun siendo ésta completamente opuesta a la que tuvo a bien defender en cualquier momento pasado. El posibilista, pues, no solo se enfrenta a contradicciones -situación habitual para todo aquel que desee remar a contracorriente-, sino que la contradicción permanente y sistemática forma parte constitutiva de su esencia. Con todo, el posibilista solo reconocerá su incoherencia, que vive como anecdótica, como medio para justificar su constante viraje, su absoluta falta de rumbo. Sin embargo, evitará a toda costa hacerse cargo de su accionar permanentemente contradictorio y difuso. La indefinición, la excesiva e insultante ambigüedad, es otra característica significativa del carácter y la actitud posibilistas.

El posibilista pretende servir a muchos, a la masa, de una vez, valiéndose de un mismo programa, sin advertir, con ello, que en realidad su único servicio, y el más importante, es al mantenimiento eficaz del orden de cosas existente pues, con su voluntad consensual y de frente amplio, solo consigue disolver y anular cualquier atisbo de expresión radical, disidente y con voluntad de acción antagonista. El posibilista siempre desea aplazar lo fundamental en arras de una intervención más significativa y urgente, que nunca llegará de forma efectiva, en el mejor de los casos se manifestará solo como simulacro, pues su interés en provocar situaciones que desemboquen en cambios radicales, sin posibilidad de vuelta atrás, es sencillamente nulo. Para el posibilista la crítica siempre constituye algo a postergar, algo que puede (y debe) ser dejado para más adelante. En este sentido, y para el posibilista, el mañana de la crítica, siempre proyectado -aunque solo idealmente-, nunca llega ni llegará. Habida cuenta de lo anterior, la concepción de la crítica como una esfera que solo existe en potencia -se la nombra, se la invoca, pero al mismo tiempo se evita materializarla- constituye su anulación y desactivación en toda regla. Como defensa para ocultar lo anterior, el oportunista se justifica constantemente, necesita dotar a su comportamiento de un halo de legitimidad, social, científica, racional o de cualquier otro tipo. Por esta razón, como apuntaba más arriba, el posibilista requiere -necesita, a imagen de una fijación- rodearse de un espectro pretendidamente intelectual que venga a justificar ‘formalmente’ su estrategia autoritaria. Como buen producto acabado del sistema educativo actual, centrado éste en la formación de cuadros técnicos, ejecutores, burócratas o dirigentes, nunca individuos provistos de criterio propio, con tendencia a tener el cuenta al prójimo con fines de superar colectivamente las dificultades a las que se enfrenta o, simplemente, dotados de cierta sensibilidad por la ética o el humanismo, pieza clave, pues, en el engranaje de consumo, contemplación y narcisismo generalizados, el posibilista opone sin rubor alguno ciencia a crítica, creyendo que puede utilizar la primera para anular la segunda. El posibilista es, pues, al fin y al cabo, un simple iluso.

Por la mañana, el posibilista alardea orgulloso de su anticapitalismo y por la tarde se desenvuelve como pez en el agua en su papel de coempresario-que-en-realidad-no-lo-es en el seno de la economía social. Para dejarlo claro, entre semana, como encargado -no dirige, sino pilota, orienta y facilita-, se esmera para que sus compañeros, copartícipes y, por tanto, socios en la causa de la autoexplotación mutua, se desempeñen con eficiencia en sus quehaceres laborales. El fin de semana, en cambio, ataviado con los perceptivos ropajes montañeros, ‘de lucha’, se desplaza junto a su tribu a las tierras del interior, decidido a participar de la enésima performance en defensa del territorio. Y, haciendo justicia a su particular talante, lo hace contento, sin advertir conflicto alguno.

El posibilista es una persona de orden en todos y cada uno de los sentidos que esta palabra pueda contener. Por esta razón, lo más lógico es que sienta desconcierto, desesperación, rechazo o, sencillamente, incomprensión ante la lectura de las líneas que conforman este breve texto, que se hallan sumidas, como cualquiera puede certificar, en el profundo caos compositivo. Con todo, si esto no llegase a suceder, si el posibilista llegase a comprender suficientemente lo que aquí se expone, extremo que está sujeto a la duda legítima, correría con premura a categorizar, ubicar y, con ello, cristalizar lo aquí expuesto en una de sus particulares parcelas estancas -necesarias como el aire que respira para aprehender la realidad-, cápsulas de consumo rápido que, como experto en los devenires del activismo, suministra con precisión quirúrgica a su fiel auditorio siempre que se da la ocasión. Esta capacidad suya de ‘síntesis’, es decir, de simplificación extrema y ridiculización de la crítica, en arras de lo ‘realizable’, ‘factible’ y lo ‘efectivo’, le otorga respetabilidad y autoridad frente a la asamblea, incapaz, todo sea dicho, de levantar los ojos del espejo negro, y por tanto de rebelarse contra el dominio carismático y manipulador del posibilista.

El posibilista coordina y dispone de forma sutil y velada, sin que se note (o, al menos, eso intenta) y declarando con sorna un absoluto tan absurdo como irreal: que no existe organización como tal, solo una serie de flujos que convergen en una inofensiva composición polifónica; y que si él detenta una cierta visibilidad sobre el resto, por ejemplo la portavocía ante las instancias del espectáculo, se debe únicamente a la desembocadura azarosa de uno de esos ‘torrentes’ de movilización que, previa irrigación propagandística del territorio, hacen germinar las nuevas luchas. Acto seguido, el posibilista declara no tener nada que ver con la postmodernidad heredera de Deleuze, Derrida, Guatari y su banda de rizomas de la reacción delatora y la desactivación política. Pese a la cortina de humo post-estructuralista, y como no puede sorprendernos, Lenin permanece proyectado de fondo: de nuevo, aparece el clásico concepto de desborde. Las luchas deben trascender el marco de las movilizaciones parciales, insuficientes por ellas mismas, en el momento que el posibilista clarividente lo determine, claro. El posibilista indica condescendientemente cuales son los pasos a seguir para alcanzar el éxito, es decir, los cambios que él considera significativos, aunque éstos únicamente constituyan un ruido ensordecedor en la red. Sin duda, la composición emerge como la enésima formulación del partido soviético -nótese, por ejemplo, la elevada densidad de posibilistas entre la izquierda independentista-, el precariado y la multitud popularizada por el estalinista Toni Negri y su compinche Michael Hardt. En nuestros días no se requiere ya un sujeto colectivo, formado por individuos conscientes y emancipados, que protagonice activamente el rechazo a las nocividades inherentes al reino del trabajo asalariado, la mercancía o el consumo contemplativo de masas, bastará con la suave emergencia de una dulce composición formada por un sinfín de melodías. Sabemos, también, quien se apresurará para hacerse con el control de la batuta y garantizar que se realiza un uso correcto de la misma, amordazando eficazmente cualquier tipo de disrupción sonora.

Por otra parte, y a modo de coda, el posibilista únicamente nombra lo libertario como parte de la clásica estrategia de márquetin, propaganda, confusión, pesca de arrastre, cooptación desmedida, tierra quemada, característica de la izquierda del capital y del Estado. La lucha contra el posibilismo, pues, encarna sin tapujos el combate contra toda manifestación del autoritarismo, incluidas sus múltiples mistificaciones, su ideología, así como también contra el carácter que le es propio, cualquiera que sea la esfera, momento o lugar en que se localice. Y no hay mejor arma para esta lucha que la crítica.


*Frente al estado de cosas actual, Omar se siente desorientado, no se reconoce a sí mismo, únicamente como pseudónimo.