Miquel Amorós
Agustín García Calvo, si tenemos en cuenta en la labor ingente que desempeñó como tertuliano, conferenciante, articulista y defensor de todas las causas perdidas, nos parece hoy en día un pensador subestimado. Continúa siendo influyente, pero su nombre no suele esgrimirse como antaño en las asambleas juveniles o en los centros autogestionados. No hablemos ya de los temarios de la Universidad, o de los debates teóricos de alto vuelo, o de las charlas que no superan -como diría él- “la Política que hacen los políticos que hacen la política”. Sin adscripción a escuela alguna, era ajeno a las modas filosóficas, hostil a los homenajes y a la televisión e indiferente ante el reconocimiento académico. Dejándose malquerer por las autoridades, sus reflexiones fueron siempre a contrapelo de todo lo estatuido. Sin embargo, esperábamos más de las nuevas generaciones, más propensas si cabe a cuestionarlo todo que las antiguas. Quizás fuese en parte culpa del hecho palmario de la negativa de Agustín a dar recetas, ofrecer soluciones empaquetadas o aceptar liderazgos. O a su rechazo expreso de cualquier etiqueta. O puede que las ilusiones progresistas de la sociedad del espectáculo hayan penetrado tan a fondo en las mentes de sus víctimas que las ha vuelto difícilmente asequibles a la potente negatividad de sus “sermones”. Su original obra constituye para el lector un desafío, una incitación a despojarse de lo aprendido y a cuestionar la realidad, o como él escribía, la Realidad, que no es otra cosa que la imagen engañosa del Orden capitalista. Y entre todas las publicaciones destacamos el opúsculo “Historia contra tradición. Tradición contra historia”, que ocupa a mi parecer una posición relevante en el conjunto de sus ensayos. A partir de la lectura de su peculiar teoría de la Historia -dicho con sorna- podemos abordar más fácilmente su demoledora crítica de la Modernidad, concretada en disquisiciones contra la Paz, la Democracia, el Estado, el Amor, el Tiempo, el Progreso, el Futuro, etc., es decir contra las ideas, las representaciones consensuadas y depuradas con las que poderes exteriores a nuestra voluntad gobiernan el mundo. En fin, las abstracciones con las que los dirigentes modelan el mundo real y determinan el curso de la vida en el planeta.
En realidad, la obra corresponde a la primera parte del título, “Historia contra tradición”, porque la segunda, “Tradición contra Historia”, queda por hacer, o más bien, su realización es eminentemente práctica, y son otros, aquellos que como los jóvenes y los niños no creen verdaderamente lo que se les dice, quienes han de recordar y experimentar las maneras consuetudinarias a su aire, sin unas directrices que el autor obviamente desdeña enunciar. El objeto principal del ensayo es pues el proceso a través del cual el concepto de Historia se adueña del mundo, o dicho de otro modo, la concepción burguesa historicista se apodera del entendimiento humano. El advenimiento del Poder total, separado y omnipresente, ocurre simultáneamente a un proceso de ideación (nosotros diríamos de elaboración ideológica.) La Historia es siempre contemplada por Agustín como codificación unilateral del pasado en beneficio exclusivo del Orden establecido, es decir, como ideología de la Dominación. A tal fin, los hechos son seleccionados, clasificados e interpretados según las necesidades del Poder, que gusta presentarse como consecuencia de los mismos. Para una mayor comprensión, Agustín divide el proceso en cinco fases: la primera, la del predominio del lenguaje hablado, donde la costumbre marca la pauta de la vida; la segunda, la de la escritura, que fija lo que ha de recordarse y lo que no, época donde la Historia comienza a sustituir a la tradición; la tercera, la de la filosofía, en la que las denostadas ideas se imponen al razonamiento crítico y la percepción del paso del tiempo se vuelve palpable; la cuarta, la de los Renacimientos, corresponde a la formación de los Estados modernos y, por consiguiente, al perfeccionamiento del ejercicio del poder; la quinta y última, la del advenimiento de la conciencia histórica, momento en el que la humanidad se concibe a sí misma como producto histórico y cree que “progresa” con el Tiempo -el tiempo de la física materializado en Dinero- hacia una meta o Destino donde le espera la plenitud.
Para explicar ambos fenómenos -la Historia y la tradición- Agustín describe dos clases de memoria, una visual y fotográfica, a la que relaciona con la primera; otra, subterránea y secuencial, que tiene que ver con la segunda. Esta última nos aproximaría a la figura del “ello”, el océano psíquico postulado por Freud y Groddeck, o a la del “inconsciente colectivo”, el lugar según Jung donde se acumulan las vivencias ancestrales de la humanidad y elaboran los mitos que irrumpen en la conciencia por la puerta de los sueños y las visiones. En la memoria histórica o neoética interviene siempre la reflexión analítica. En la memoria subliminal que Agustín llama hiponoética, la transmisión del legado colectivo se efectúa por mecanismos automáticos, artísticos y rituales, sin que el pensamiento racional participe. La preponderancia de la memoria histórica se produce a costa de la tradición en un proceso civilizatorio que debuta con la escritura y el calendario. Resulta indicado traer a colación -tal como lo hace Mircea Eliade en “El Mito del Eterno Retorno”- el contraste entre el tiempo cíclico, el tiempo correspondiente al modo de producción agrario, que equivaldría al tiempo de la tradición, con el tiempo lineal, el de la Historia, o sea, el de la producción industrial fruto del trabajo social valorizado, cuya plusvalía es propiedad de una clase específica. Ese tiempo plenamente reificado es un camino que gracias al Progreso tecnoeconómico nos conduce al Futuro resplandeciente de la falsa conciencia. Aquí la perspectiva antihistórica de Agustín difiere del enfoque histórico-progresista de Marx y Debord, y se aproxima al punto de vista mágico-onírico del surrealismo, pero sobre todo a la perspectiva de aquellos a los que un Lukacs estalinista llamó en su día románticos revolucionarios. En efecto, Agustín denuncia la idea de Progreso como impostura y acusa a la Historia de ser el escenario de la separación extrema del hombre con su ser íntimo, con su tradición. Deducimos que la Historia, contra la opinión de Hegel, es el terreno donde la alienación sobrepasa todos los límites.
Mucho antes que Agustín, el sociólogo alemán Ferdinand Tönnies propuso distinguir entre “Comunidad” y “Asociación” –Gemeinschaff y Gesellschaft– para comprender mejor las relaciones sociales que se originaban en la medida en que el trabajo se apartaba de otras formas de actividad social y la economía se volvía autónoma. La obra agustiniana nos sugiere un paralelo entre la comunidad de Töennies, imperio de la tradición, y la asociación, dictadura de las ideas, o de los sistemas de ideas, o sea, de las ideologías. A pesar de que a Agustín le molestaban los nombres propios -de hecho no le gustaba ni el suyo- puesto que aspiraba a expresarse como “el común” y este es por definición anónimo, nosotros, que intentamos encontrar conexiones en el campo del pensamiento crítico, nos sentimos obligados a pasar por alto su digamos nominofobia. Numerosos son los pensadores radicales que cuestionaron la idea de Progreso, empezando por Nietzsche, Walter Benjamin y Ernst Bloch, sopesando la fuerza de los nuevos mitos como los de la “huelga general”, la “revolución” o el “comunismo”. Un “socialismo sin progreso” puede rastrearse en heterodoxos como Gustav Landauer, José Carlos Mariátegui, Simone Weil, Pierre Clastres y Dwight MacDonald, convencidos, cada uno a su modo, de que el camino hacia una sociedad libre y solidaria, sin Estado ni Mercado, no podía pasar por un desarrollo de la economía basado en los avances tecnológicos, es decir, por una industrialización sin trabas. Esta especie de romanticismo se levantaba contra la civilización burguesa y sus reglas modernizadoras en nombre de unos valores y usanzas precapitalistas. El desvío hacia el pasado no industrial no significaba un retorno al mismo, sino un camino hacia la utopía igualitaria y tradicionalista, limpia de arcaísmos patriarcales. Las comunidades agrarias y las costumbres comunales todavía vigentes -los restos de la tradición que habían sobrevivido a la tormenta histórica- podían servir de inspiración y guía, facilitando así la desmercantilización, o mejor, la “desalineación” del tiempo.
Parafraseando a contrario al autor de “Miseria de la Filosofía”, el horizonte utópico señalaría el final de la Historia como receptáculo de los acontecimientos resecos: “hubo Historia, pero ya no la hay”, había escrito Marx chanceándose de Proudhon. Pues bien, hubo abstracción del pasado, pero tras la desintegración del discurso dominante por mor de las revueltas emancipadoras, ha dejado de haberla. Agustín no tenía planes que ofrecer para el salto hacia la armonía comunitaria, ni para ninguna otra cosa, siendo en tanto que enemigo de la ideación, opuesto a los plazos, los proyectos y los modelos. Tampoco apelaba a sangrientas insurrecciones de masas. Como todo aquél preso de la urgencia de no tener prisa, confíaba en que el pueblo –definido, no como sujeto histórico, sino en negativo, como “aquello que no es Poder” o algo más concretamente como “los de abajo”- fuera abjurando de la religión consumista a su ritmo, dando rienda suelta a su espontaneidad creadora. Si algún consejo pudiera haber dado relativo a la acción, habría sido el atenerse al flujo de los hechos y resistirse al peso de los ideales. La acción transformadora del acontecer, con tal de que no se le pongan nombres, proseguirá su marcha contra todos los pronósticos agoreros.
Miguel Amorós, 3 de febrero de 2020.
Recensión de “Historia contra tradición. Tradición contra Historia”, de Agustín García Calvo, a petición de Manuel Martínez, traductor del texto al francés, publicado por Éditions La Tempête, Burdeos, diciembre de 2019.