Jorge López Colás
No
siempre he tenido un sueldo a final de mes y, aunque pueda arruinar mi carrera
política -tiro aquí de ironía-, confieso que yo, de joven, a veces me colaba en
el metro. Y por eso, entre otras cosas, me siento de alguna manera interpelado
por las campañas publicitarias para que la gente pague en los transportes
públicos.
No me refiero a los lacónicos y tajantes ‘Viajar sin billete está penalizado
con una multa de 100 euros’ -o 1000 o 10.000, igual daría a quien no va a poder
pagarla-, sino a campañas que hacen juicios y suposiciones sobre las
intenciones y el carácter de las personas que no pagan.
Estoy pensando, por ejemplo, en aquella de hace unos años -con Joan Clos de
alcalde- en la que se decía algo así: si no te cuelas cuando viajas en avión a
Nueva York, ¿por qué haces el ridículo por el par de euros que vale el billete
del metro?
Y sobre todo en la actual -con Colau de alcaldesa y con una presidenta de TMB
que se dice comunista-, en la que se pone al mismo nivel colarse en el metro y
ensuciarlo, ocupar asientos reservados para mayores, despatarrarse, etc, y se
reduce todo a una cuestión de elegir bien para luego no tener mal karma -qué
ocurrente y simpático.
Ambas campañas ocultan la desigualdad social y la precariedad que lleva a
muchos a viajar sin pagar billete y presuponen que estamos en una sociedad en
la que todos los individuos son realmente libres a la hora de tomar decisiones.
Es la vieja ideología liberal burguesa del siglo XIX con la que se les ocultaba
a los obreros la realidad de su situación. La misma ideología que llevaba a
aquellos gobiernos decimonónicos a prohibir los sindicatos porque decían que
estos iban en contra de la libertad de los individuos para contratarse unos a
otros según quisieran.
Y la misma que en nuestros días, por ejemplo, lleva a algunos representantes y
personajes de Podemos, Comuns o las CUP a decir que las mujeres eligen
libremente la prostitución, e incluso a subvencionar academias del sexo para
que las mujeres que quieran -vaya, las pobres, las precarias, las
inmigrantes…- se hagan prostitutas o, en su terminología, ‘trabajadoras del
sexo’.Tal vez un día también digan, como Ciudadanos, que el asunto de los
vientres de alquiler, o vete a saber qué otra explotación -¿por qué no la venta
consentida de un riñón?-, es otro ejemplo más de la libre elección.
52 tacos tengo. Y el ‘déjà vu’ de supuestos revolucionarios que acaban siendo
los mejores gestores y legitimadores del sistema ha sido constante en mi vida.
Tal vez no sea el maquiavelismo de los ‘buenos chicos’ que buscan agradar a
quien siempre manda aunque no gobierne, sino simplemente su inconsciencia,
frivolidad, falta de empatía social, narcisismo, pretendido vanguardismo rayano
en lo snob o las lagunas e inconsistencias en su bagaje intelectual.
¿Nueva política? Cambiar algo -por ejemplo, las caras- para que nada cambie,
simples Gatopardos de izquierda.